DRACONIANO

Benjamín Felice

Curaduría: Leandro Martínez Depetri
24 de Agosto - 26 de Octubre 2024

La primera experiencia estética que Benjamín recuerda es el enorme pesebre con el que su tía Kuky transformaba cada año la casa familiar en San Miguel de Tucumán. El siguiente impacto visual que centellea en su memoria es la figura de un mártir en la Catedral de Salta, cuando tomó consciencia, por primera vez, de estar frente a una obra de arte. Benjamín, sin embargo, no devino un feligrés devoto. Devino artista.
A pesar de su intención moralizante, la imaginería religiosa –sembrada por la conquista española con sangre desde el siglo XVI– no logró imponer en Benjamín los preceptos católicos, sino el amor por un hacer bello y por las artes populares. Durante el secundario, desarrolló esta vocación en una de las escuelas experimentales de la Universidad Nacional de Tucumán: la Escuela de Bellas Artes y Artes Decorativas e Industriales Maestro Atilio Terragni. Allí, se especializó en artes gráficas y, por las noches, cursó un taller de historieta y otro de escultura en bajorrelieve, más cercano a sus fascinaciones tempranas. Con sus estudios en cine y nuevas tecnologías, reforzó el interés por contar historias y por los artefactos que son capaces de condensarlas.
Años más tarde y ya radicado en Buenos Aires, Benjamín vuelve a casa en un sentido simbólico. Incómodo con la historiografía porteña y con la formación que recibe en el Programa de Artistas de Di Tella, resuelve que el modelo francés importado por Schiaffino y compañía no explica el recorrido estético y político de lxs artistas del NOA y que el arte contemporáneo no es sinónimo de un desprecio por la tradición. Vuelve entonces, en la serie presentada aquí en Pasto, a esas formas que lo conquistaron en su infancia. Su apuesta estética encarna una de las premisas fundamentales de (su cuasi-tocayo) Walter Benjamin acerca de la historia: “En cada época, es preciso hacer nuevamente el intento de arrancar la tradición de manos del conformismo que está siempre a punto de someterla.”
Comienza por Hermógenes Cayo –el imaginero de la Puna que Jorge Prelorán inmortalizó en un documental de 1969 y que integró el primer Malón de la Paz– y se queda con la profusa ornamentación que rodea a las estatuillas de sus altares. Luego de nuestras primeras conversaciones, se interna en las relaciones entre arte e industria en Argentina a principios del siglo XX, que son estudiadas en profundidad por lxs historiadores Larisa Mantovani y Pablo Fasce. Se encuentra con las tendencias nativistas que se consolidaron en las artes decorativas durante las populares Exposiciones Comunales de Artes Aplicadas e Industriales en la década de 1920. Leyendo, Benjamín descubre que escuelas como aquella donde él se había formado, fundada en 1912, habían sido parte de un esfuerzo estatal por proveer de obrerxs creativxs a las nacientes industrias argentinas y por abrir una vía de trabajo para aquellxs artistas que no eran consideradxs aptxs para las bellas artes como la pintura o la escultura. Más aún, la Escuela Atilio Terragni, que porta el nombre del artista que fue su primer director, estaba particularmente enfocada en el desarrollo de una estética nacional, basada en las artes de las diversas culturas indígenas del NOA. Benjamín sigue este hilo y se aferra a un tapiz de inspiración calchaquí de Héctor Greslebin, un biombo de Esilda Olivé y otros artefactos similares y despliega esa gramática ornamental, construida a partir de ficciones especulativas sobre los descubrimientos arqueológicos en Catamarca, La Rioja, Tucumán, Salta y Jujuy.
En su caso, las esculturas –máquinas de ensamblaje que generan mutaciones variables entre el mueble, el altar y la ornamentación doméstica– no abandonan la religiosidad católica, adoptada por quienes vivieron y viven hoy en el NOA. Simplemente alteran y pervierten las jerarquías entre el ícono religioso y la ornamentación, que se hincha como un peligroso cuerpo extraño y deja expuesta la fractura colonial. La serie escultórica señala, al mismo tiempo y de manera aporética, lo que fue y se perdió, lo que sobrevive y lo que acecha. Draconiano, título que pensamos para esta muestra, se adentra en este vacío epistémico, característico del legado colonial y del racismo como ignorancia santificada. Retoma el nombre con el que el arqueólogo Samuel Lafone Quevedo denominó a la cultura que actualmente llamamos La Aguada, interpretando que los felinos de sus cerámicas eran, en realidad, dragones. Benjamín parte de un territorio y de una formación artística embebidos en esta lucha de sentidos, producto de la forclusión (negación psicótica de un significante fundamental) de los cuerpos indígenas y de su paradójica conversión en símbolos nacionales por la oligarquía vencedora.
Sus esculturas no reclaman el reconocimiento de una continuidad histórica basada en la genealogía y la sangre, como es el caso de la importante producción de Gabriel Chaile y otros coterráneos. Su trabajo revela la fuerza de la forma y de las devociones populares para conquistar subjetividades de maneras inesperadas y ajenas al programa trazado por la colonia y por los continuadores de ese orden. El hijo de zafreros e inmigrantes italianos aprende oficios en la escuela nocturna y rinde homenaje en sus obras a imagineros de la Puna como Hermógenes Cayo. En tiempos en los que un ajuste draconiano, en el sentido de excesivamente severo, sumerge al pueblo en la miseria, Benjamín echa a correr dentro de la máquina de guerra colonial un sistema de signos cargados de contradicciones que, en palabras de Mariana Botey, tiene siempre la potencia para perturbarla, desactivarla, perseguirla y chaminizarla. Mientras crece la influencia de las iglesias evangélicas, enemigas de todos los sincretismos y todas las tradiciones populares, y se afirma una discursividad fascista sin interés en el problema nacional, sus esculturas domésticas vuelven a astillar el imaginario local. Actualizan la vía de una modernidad trunca –de artistas dedicadxs a la producción estética de la realidad cotidiana con infraestructura e incentivos gubernamentales y de la universidad pública– a la vez que compiten con los símbolos del bestiario medieval que pueblan la pintura porteña como otros signos del apocalipsis.

Leandro Martínez Depietri

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